ENTREGA 1 PILEO

 

NOVIEMBRE DE 1988

Lo desconocido

Dentro de la base, yacía expectante un pequeño cohete, angosto como un jacuzzi común, y alto como un pequeño edificio de tres plantas. Era poco el polvo que albergaba en su superficie, pues había sido trasladado al que sería el último sitio en que tocaría la tierra apenas dos días atrás. El cabo Smith, nervioso, delgado, e irreparablemente temeroso se acercaba a él con pasos lánguidos y faltos de energía. A su derecha avanzaba la Dr. Brown, y a su izquierda el capitán Johnson. El traje al que llevaba acostumbrándose ya varios meses le pesaba como si fuese la primera vez que cerraba la gruesa cremallera frente a su pecho, que subía y baja de forma un tanto alarmante.

El Capitán le dio la orden de encender el motor del cohete y posteriormente regresar junto a él y la Doctora. Smith, acostumbrado a recibir y acatar órdenes lo hizo sin olvidar su preocupación. Insertó el pequeño lingote de metal brillante que llevaba en el bolsillo en el lado izquierdo del tablero, lo giro levemente hacia la derecha, oprimió varios botones y jaló de unas cuantas palancas, haciendo que el ruidoso motor despertase. Bajó los tres escalones que llevaban al interior del cohete hacia el firme suelo terrestre, y ocultado por el ruido de la maquina a sus espaldas, escuchó atentamente los susurros que salían de la boca del capitán Johnson. Los ojos de la Doctora y el capitán lo miraban con frialdad, como padres que observan a su hijo antes de un recital de violín, como juez que llama al acusado al estrado, como mira el criador al cerdo antes de guiarlo hacia el matadero. Una vez terminada la instrucción, Smith se despidió de su capitán llevando solemnemente su mano estirada hacia la frente y retirándola con firmeza. Sin mirar a la doctora, Smith dio media vuelta, y volvió a subir al cohete para no volver a bajar, al menos al suelo sobre el cual había nacido veintidós años atrás. Los altos techos de la plataforma se desplegaron dando paso a la luz del sol que penetró el recinto con fuerza y serenidad. Smith inició la bitácora grabada dando la fecha y hora – Siendo las 9:11 am del 16 de noviembre del año 1998, se ha preparado correctamente el motor del cohete y se han hecho las revisiones pertinentes. Doy así inicio a la cuenta regresiva para el despegue, en 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1.

La débil máquina comenzó a zarandearse estrepitosamente, hasta que recogió la fuerza suficiente para despegarse del suelo y arrancar el vuelo. Esta vez, Smith estaba solo, no había torre de control que lo guiase ni colega que lo ayudase. Después de dos largos minutos, sobrepasó la atmosfera terrestre y el cohete, que parecía fuese a desarmarse, soltó voluntariamente los pesados propulsores que regresaron a la tierra, y siguió con su camino. Al ser de un calibre tan paupérrimo, la maquina no tenía “piloto automático” por lo que Smith tendría que estar en constante manipulación del tablero. En el interior, lo único que el pequeño cohete tenía para ofrecer era una suerte de habitación tristemente amueblada que proporcionaba el más mínimo nivel de comodidad. La mayoría de espacio lo ocupaban los suministros que debían mantener vivo a Smith durante el año que duraba el viaje.

Habían pasado cerca de dos semanas, aproximadamente el tres por ciento del viaje, y Smith, en una especie de transe, recordaba lo que le había dicho la Doctora en ese fugaz mes de entrenamiento que tuvo de vuelta en la tierra. Cada día le enseñaba algo diferente sobre el cuerpo humano y sus cuidados básicos, pero siempre hacía especial énfasis en que una vez en el cohete, jamás debería dejar de consumir la comida empacada en las gruesas bolsas de plástico color plata arrumadas en la parte posterior del cohete. Siguiendo este consejo pasaron meses, que para Smith fueron unas cuantas horas, hasta que en el tablero brilló repentinamente el pequeño foco color violeta que indicaba que era necesario iniciar maniobras de descenso, puesto que estaba cerca de la superficie del desconocido plantea. Smith, casi de forma robótica levanto con el lado externo de su dedo índice varios interruptores que expulsaron una especie de trípode de la parte inferior del cohete, que lentamente se ubicó en posición vertical a la superficie de marte y se posó estruendosamente en la misma.

A Smith le habían dicho en repetidas ocasiones, y por última vez justo antes de subir al cohete (ahora inservible y además irreparable) que su labor para con la nación y el mundo entero era ir a marte, ver cómo era, estudiarlo y recopilar información valiosa que le permitiera a sus compañeros en la tierra aprender más sobre aquella roca inmensa y anaranjada; y así lo hizo. Extrajo de lo que quedaba de la nave en la que había pasado el último año de su vida la única parte que no había sido tocada por el impacto, una capsula blanca y de aspecto hermético, con una cámara, un cuaderno y varias plumas y una grabadora de audio de hasta 200 horas.

Como el honorable soldado que ahora era, sacó la cámara y capturó fotos del paisaje, de las rocas, las montañas, del cielo azul tenue y de la arena. En el cuaderno hizo una descripción detallada de todo lo que observó. Contó tan precisamente cada cosa que sus ojos divisaron en aquel planeta extraño que utilizó casi dos plumas enteras. Sin embargo, no consideraba la labor completa, Por lo que recogió los suministros restantes y empezó a caminar hacia la lontananza roja, azul y de vez en cuando un tanto blanca, cuando el cielo estaba lo suficientemente claro. En las grabaciones expresó lo que las palabras no habían podido mostrar en el papel, y una vez agotó las doscientas horas, puso todo de vuelta en la lustrosa y reluciente capsula, la sello tal y como se lo habían mostrado tantas veces, y oprimió el botón escondido al costado del cierre. Entonces, la capsula, del tamaño de dos balones de baloncesto se propulsó hacia el aire con increíble velocidad, casi dos veces más rápido de lo que viajaba su antiguo, opaco y rústico cohete.

Smith revisó su mochila, el alimento que le quedaba era suficiente para aproximadamente dos días, así que emprendió camino hacia la pequeña aldea que había visto en el momento de su llegada. Las chozas no se vieron en las fotos que tomó, ni se habló de ellas o sus habitantes en las páginas del cuaderno o en las horas de la grabación. A su llegada, lo recibió con hospitalidad el marciano que le había dado posada hacía tres noches, quien le sirvió un plato de comida caliente y le dejó en la silla contigua unas prendas para que por fin se deshiciera sin consecuencias del traje ruidoso y pomposo que le había suministrado el capitán Johnson. Aún no podían comunicarse del todo, pero por una extraña conexión Smith entendía lo que su amigo decía. Entendió que no le harían daño, que podía consumir su comida, y que no debía dar cuenta de su existencia a sus colegas terrestres.

El hombre había llegado a marte y, sin embargo, este parecía no ser lo que el capitán Johnson esperaba. Estaba vació, dijo Smith, y en las fotos se veía seco y poco fértil, y en las páginas se leía sobre un mundo poco prometedor, que no parecía tener mucho que ofrecerle al país que no sabía siquiera de la existencia del joven cabo Smith, ni de su viaje, y mucho menos de lo que realmente vio en él.

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