ENTREGA 2 PILEO
ENERO DE 2002
Los enfermos
Cayeron dentro del lustroso vaso los dos comprimidos blancos y redondos que,
al tocar el agua, comenzaron a burbujear y a descomponerse con celeridad, dándole
al líquido, en el cual se encontraban ahora sumergidos un tono blanquecino, un
tanto desagradable. El capitán O’Brien, sin dudarlo, bebió el contenido del
susodicho vaso en segundos y se notó en su cara que no solo el color de aquella
sustancia provocaba disgusto. Dejó el vaso ahora vacío en el fondo del
lavaplatos y se alejó de la cocina. Se echó al hombro su maleta verde,
voluminosa y pesada, salió al frente de su casa y cerró la puerta con llave,
antes de subirse al auto que lo esperaba desde hace unos cuantos minutos. Un
ritual similar había hecho la soldado Moore y el soldado Thompson antes de ser
recogidos por el mismo vehículo de vidrios oscuros y pintura negro azabache, reluciente.
Ni un solo monosílabo irrumpió en el sórdido silencio que se había
apoderado del interior de aquel automóvil hasta que este se detuvo, las puertas
se abrieron de golpe y salieron los tres personajes rígidos, débiles y notoriamente
enfermos, pero con un extraño aire de esperanza que no parecía tener cabida con
el resto de sensaciones que aquel trio emanaba. Entraron al edificio en el que habían
pasado la gran parte de los últimos años, subieron las mismas escaleras,
caminaron a lo largo de los mismos pasillos, y llegaron finalmente a una
especie de vestíbulo trasero que mantenía la refinada estética regada por todo
el lugar. Recibieron cada uno un sobre, y aún sin musitar palabra salieron tal
cual como entraron. Siguieron andando, casi de forma robótica, y llegaron a un
amplio hangar donde aguardaba expectante el imponente cohete. Otro hombre, de
rango claramente superior, les entregó una bolsita llena de tabletas y
pastillas, y se disculpó brevemente por la mísera cantidad de medicamentos con
la que los acababa de dotar, excusándose en la reciente escases de medicinas
para el dolor y la fiebre. Mientras se alejaba, los soldados observaron cómo
dicho hombre introducía en su boca una pastilla similar a las que ahora yacían
en sus manos dentro de la bolsa plástica. Dando media vuelta, se dirigieron
hacia el cohete y sin mirar atrás lo abordaron, prepararon, encendieron, y
volaron.
El viaje fue largo, larguísimo, y los analgésicos no habían rendido ni para
un tercio del mismo. A su llegada a marte, salieron del cohete tambaleándose bruscamente.
La dificultad para mantenerse de pie era evidente, y el radiante y anaranjado
sol que rebotaba sobre los valles de tonos terracota encandelillaba sus ojos
como un estridente sonido estremece los oídos. Divisaron a lo lejos lo que
parecía una ciudad, con calles, autos, casas, e incluso personas, o por lo
menos cosas que parecían personas. Y finalmente sucumbieron ante su humana debilidad,
desplomándose los tres sobre el cálido y árido suelo.
Despertaron dentro de una de esas casas que habían visto antes de
desvanecerse, y una cosa alta, de ojos amarillentos y tez morena se acercó
hacia ellos con una mirada dulce y sentimiento compasivo. A pesar de su miedo,
los débiles soldados no fueron capaces de levantarse, y decidieron dejarse a la
merced de aquel ser evidentemente diferente. La soldado Moore despertó primero,
y luego el Soldado Thompson, seguido por el capitán O’Brien. Estaban, en
efecto, aterrorizados, pero los cuidados marcianos parecían ser inofensivos; es
más parecían ser beneficiosos. La cefalea que no había dejado descansar a los
habitantes de la tierra en meses parecía disiparse, por primera vez, de la cabeza
de los despavoridos soldados. Bajaron las escaleras hasta el hall de la casa y
fueron invitados por la anfitriona a tomar asiento en el comedor. Los soldados,
tal y como les habían enseñado, agradecieron el servicio prestado con cautela,
y la marciana que se limpiaba con un pañuelo el excesivo sudor que corría por
su frente, sonrió encantada. Se levantó de su asiento y cruzo el espacio
abierto hasta recostarse en la isla de la cocina. Abrió un cajón, sacó de él un
pequeño objeto cilíndrico color cobre. Seguido de esto escogió un vaso limpio,
y al colocarlo bajo el grifo dejó que se llenara con lo que parecía un líquido
plateado. A continuación, dejó caer dentro del vaso lleno la pequeña capsula que,
al burbujear y revolotear, tiñó la sustancia de un color rosa pálido. Bebió
todo el contenido de golpe mientras sostenía su frente con la mano en desuso, y
dejó el vaso en el lavaplatos.
A la semana de haber llegado los soldados a marte, ya no habían capsulas
color cobre en las tiendas de las ciudades de aquel planeta, mientras que, en
la tierra, la venta de analgésicos disminuía exponencialmente.
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