ENTREGA 3 PILEO
MARZO DE 2003
La
fábrica
En marte era de mañana. El radiante sol coquelicot
inundaba los valles, golpeteaba las montañas, se regodeaba en las praderas. Dentro
del paisaje diurno, árido, seco y brillante, reinaba el silencio, la calma, la parsimonia.
Aquel sopor propio de las primeras horas del día fue abruptamente interrumpido
por el sonar de latas y objetos metálicos estrellándose unos con otros,
conformando una sinfonía desagradable y robótica. Aquella conmoción provenía de
la nueva fábrica que se había levantado días atrás sobre suelo marciano. Dentro
de aquel recinto cuadrado y pintado en tonos grises andaban rechinando unas
cuantas docenas de líneas de producción que hacían rodar largas bandas recubiertas
por una capa de silicón negro. Funcionaban durante catorce horas de forma
continua todos los días desde su instalación, y así se había planeado que lo
hicieran por años, incluso décadas.
Yacían sobre las bandas un montón de partes pequeñas,
algunas hechas de polímeros plásticos, otras de metales oscuros y radiantes. Al
lado de cada una de las bandas se encontraban de pie cinco marcianos, sin dotación
alguna, manipulando brevemente cada una de las piezas. Algunos tenían la labor
de juntar unas con otras, mientras que unos cuantos revisaban el trabajo de los
primeros cerciorándose de que estuviese hecho de la mejor forma posible.
Para muchos ese trabajo era sencillísimo, es más
afirmaban que les estaban regalando el sueldo que obtenían a cambio. El supervisor
Harrison apoyaba dicha premisa. Se sentaba cómodamente en una silla de
proporciones exuberantes e innecesarias, y desde una especie de palco en el que
los más aristócratas invitados observaban antiguas tragedias, vigilaba la
operación de la fábrica. En su escritorio había una bebida oscura, burbujeante,
que dejaba manchas pegajosas por doquier. Posado en su asiento y tomando largos
y desesperados sorbos de la botella que contenía aquella mezcla dulce y negra
pasaba sus días.
Abajo, en el área de producción, el señor Fff tomaba una
de las piezas que parecía correr en frente suyo y la unía con otra, dejando el
nuevo conjunto sobre la banda que se lo llevaba rápidamente para que otro
empleado lo revisara. Miró el pequeño reloj sin números, solo líneas, colgado
al otro lado de la fábrica y observó que iba apenas por la mitad de la primera
jornada de siete horas del día. Trató de distraer su mente y continuó juntando
piezas. Pasaron unas cuantas horas y sonó una estruendosa alarma que a pesar de
ser incomoda, dibujó en los rostros cansados de los marcianos un esbozo de
sonrisa opacado por ojos que no radiaban felicidad. Pasaron todos en fila a un
cuarto casi cuatro veces más pequeño que en el que se encontraban previamente,
y aquellos que habían traído comida desde casa se sentaron en el suelo y se
dispusieron a comerla. Los que, al contrario, no tenían nada, solo se
recostaron en una de las cuatro lúgubres paredes iluminadas por bombillos
largos, blancos y cilíndricos, que irradiaban una luz triste, sin vida. El
señor Fff era uno de los que aguantarían hambre hasta volver a su casa tarde en
la noche, así que decidió cerrar los ojos unos segundos para descansar un poco.
Estaba ya conciliando el sueño cuando la estrepitosa alarma hizo acto de
presencia por segunda vez, anunciando que debían regresar a sus puestos de
trabajo. Ninguno había terminado de comer, por lo que guardaron las preciadas
sobras y volvieron, otra vez en fila, al lugar que le correspondía a cada uno
en la línea de producción.
Al cabo de dos horas, el señor Fff ya no aguantaba el
dolor en sus talones y tobillos, y dio un paso atrás para estirarse un poco.
Los pequeños y azules ojos del supervisor Harrison vieron lo que había hecho el
trabajador, y de inmediato se produjo en aquel hombre sentado una reacción que
involucró casi cada parte de su cuerpo. Sus dedos se enroscaron sobre los
brazos de la silla, sus pies se azotaron contra el suelo, su espalda se arcó de
forma casi sobrenatural y cada vaso sanguíneo de su rostro se llenó con sangre hirviendo,
dándole un color rojizo y una apariencia como si estuviese a punto de estallar.
Seguido, se abrió su boca y grito con tal fuerza que hizo rebotar uno que otro
tornillo de las bandas. El señor Fff frenó en seco su estiramiento y miro
atemorizado hacia el balcón, desde el que lo observaban aquellos ojos
militantes y violentamente penetrantes. No comprendía lo que el supervisor
Harrison le decía, pero si era consciente de que no estaba contento, sin
embargo, la rabia y el cansancio pudieron más que lo que sea que estuviese
vociferando el supervisor Harrison, y en una acción impulsiva el señor Fff
subió a la banda de producción aplastando unas cuantas piezas y causando la detención
de la línea entera. Los otros cuatro marcianos a su lado lo siguieron, y lo
mismo hicieron los cinco contiguos a ellos, hasta que ya no se escuchaban las
máquinas sino los gritos de los marcianos que estaban cansados de trabajar en
aquella fábrica. El cuerpo del supervisor Harrison parecía estar a punto de
explotar en mil pedazos de carne roja y viscosa. Tiró con violencia los papeles
que copaban su escritorio y abrió una pequeña capsula translucida que ocultaba
un botón rojo. Su dedo gordo y pegajoso empujó con fuerza el botón, y en
segundos entraron hombres armados que golpearon a los marcianos, obligándolos a
volver a sus puestos. Sin embargo, estos se negaban, arremetiendo en contra de
sus opresores. Salieron de la fábrica corriendo y maldiciendo aquel lugar.
Volvieron a sus casas llenos de valentía y sintiéndose grandes y poderosos.
Esa noche les llegó a todos un comunicado firmado por el supervisor
Harrison, afirmando que el día siguiente no tendrían que presentarse en la fábrica,
puesto que se les había otorgado el beneficio de un día libre como retribución
por su arduo trabajo. Confundidos, los marcianos aceptaron la misiva y disfrutaron
a sus anchas de aquel bondadoso gesto. Se levantaron tarde, prepararon
deliciosos platos caseros, y bailaron con sus parejas hasta quedarse dormidos.
A la mañana siguiente, llegó el camión lleno de piezas
sin ensamblar a la fábrica, y una vez más, el silencio de las primeras horas
del día fue interrumpido por los clics de la máquina que marcaba la hora de
ingreso en las tarjetas de cada marciano. Al interior de la fábrica los
esperaba una sorpresa. Butacas de madera, con tres patas y sin espaldar estaban
alineadas a los lados de las bandas, esperando a que los marcianos las usasen
para realizar su trabajo más cómodamente. Al fondo de la fábrica, arriba del
pequeño reloj, colgaba también una pancarta anunciando que la jornada laboral
había sido reducida de catorce a trece horas al día, escrito con letras
mayúsculas de diferentes colores, y adornado con dibujos de marcianos
sonrientes y felices.
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