ENTREGA 4 PILEO
JUNIO DE 2005
El
incendio
Miles de faroles amarillos buscaban entre las sombras una
salida de aquel hacinamiento atroz. Los brazos rozaban los pechos y las piernas
los cuellos, en una amalgama de seres confundidos que unidos parecían un animal
incomprendido y azotado por su amo. Manteniéndolos en tal estado permanecía
indolente una jaula de barrotes tricolor que se erguían con apatía y frialdad.
Gruesos como latas de sopa, y altos como tristes árboles secos y con largas raíces
putrefactas que por su longitud y a pesar de su fragilidad, sostienen sin
descanso ramas negras y polvorientas. A través del espacio que
dejaban los barrotes entre ellos salían manos y pies impulsados por lamentos y quejidos crudos y escalofriantes.
Fuera del cubo poseedor de sufrimiento caminaban
altaneros y egocéntricos hombres con uniformes de color índigo claro, decorados
con doce estrellas amarillo canario y con sombreros y botas de cuero.
Custodiaban vigilantes la enorme celda, golpeando de vez en cuando a aquellos
adentro para que callaran sus molestos gemidos.
Aquella escena no tenía cortes, no cambiaba para mostrar
un panorama distinto con actores nuevos y papeles justos, sino que permanecía
constante y lenta, como regada toda con melaza que ralentizase el caminar de
los dolientes y el accionar de los opresores.
Unos kilómetros al sur, dentro de un lujoso edificio de
paredes blancas hueso, diseñado pensando en un concepto abierto, se hallaba
placido el comandante García junto con el cabo Jones vigilando el perímetro y
comiendo una especie de emparedado que chorreaba sustancias espesas de colores
cada vez que los hombres lo mordían. El soldado Tyler interrumpió aquella comida informándole al comandante de un hallazgo reciente en las cuevas
noroccidentales del área cercana. Sin recibir más información, los hombres
engulleron de un solo bocado el resto de sus grasientos alimentos y montándose ambos
en una especie de vehículo pequeño, se dirigieron de inmediato a la locación
indicada por le soldado. Una vez allí, los recibió el sargento Anderson, quien
parecía estar inquieto y un tanto asustado. Manteniendo el silencio los guio
hacía los adentros de la cueva por pasadizos de rocas terracota, escabrosas y un
tanto húmedas, hasta que se encontraron con una especie de recinto iluminado
por luz solar que se colaba por agujeros que a su vez permitían la entrada de
aire desde el exterior.
Era una espacio enorme y magnífico, con paredes talladas y
suelos decorados con mosaicos intrincados. Allí se encontraban también un sinnúmero
de hileras de estantes que, cimentados desde el suelo, sostenían lo que
parecían tomos o alguna clase de libros o textos. Las inscripciones se hallaban
labradas en símbolos que no parecían tener sentido, o al menos no para los
intrusos de azul que merodeaban sin respeto en aquel lugar.
Al verse incapaces de descifrar aquellos libros,
sucumbieron a su soberbia y con vergüenza mandaron llamar a uno de los cuerpos
encerrados en la descomunal jaula en la mitad del desierto marciano. Minutos
más tarde, entró de nuevo al recinto el sargento Anderson, esta vez arrastrando
vilmente a un marciano, quien apenas portaba vestiduras que dejaban ver en él
los estragos del encierro. A golpes los hombres obligaron al marciano a
explicarles lo que se hallaba en aquellos libros que superaban el entendimiento
humano. Una recopilación de saberes marcianos de variados tópicos y temáticas,
con diferentes aplicaciones y formas de ser analizados.
Los hombres dejaron de lado su sentimiento de vergüenza y
lo reemplazaron por la ira y el desprecio. Se sentían insultados por la
sabiduría marciana, y en sus bélicos pensares decidieron incendiar el lugar
entero. Uno de ellos sacó un encendedor y al tirarlo al suelo, este pareció
arder por completo. El aparente fuego calcinó hasta el último tomo, destruyo los
hermosos muros e hizo hervir los esmaltes de los mosaicos. Satisfechos, salieron
los tres hombres del lugar y se dirigieron de nuevo a su base.
El marciano, que había visto el ridículo espectáculo de
aquellas ingenuas criaturas convencidas de la bondad de su destrucción, se
agachó para recoger el encendedor del suelo, posteriormente lo cerró, y dejó
encima de un lustroso escritorio al lado de los estantes. Agarró un libro, ojeo
una de las páginas con detenimiento y luego miró fijamente la palma de su mano,
de la cual, como brota agua de un rio brotó una llave de metal brillante. Salió
del recinto y respiro hondo el aire fresco del exterior, que no se comparaba
con la atmosfera húmeda y cálida del bello lugar donde permanecían intactos los
textos marcianos.
Veía la jaula en el horizonte y se dirigía a ella con
apuro, sosteniendo firmemente la llave para evitar que se deslizara. El viento
golpeaba su cara, y las rocas que se hundían en las plantas de sus pies no
parecían distraerlo del glorioso aroma a emancipación.
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